Una de las cosas que probablemente sucede cuando se hace una
película es que llegue a tocar íntimamente los sentimientos de alguien no
conocemos ó apenas conocemos. Es una de las consecuencias que no se puede prever
pero que siempre, aunque se trate de una ó unas pocas personas a las que la película
ha tocado especialmente, nos deja la sensación de haber encontrado al
espectador que la película buscaba, lo cual justifica todo el trabajo que
implicó realizarla.
Ayer me tocó ser ese que se acerca sin mucho más para decir que darle las gracias
a Alejandra Isler, la directora de un documental llamado “Saru” por haberlo
realizado para que por una hora y cuarto, Saru vuelva a estar cerca y me recuerde
los momentos que me han tocado compartir en spots comerciales que no le
interesan ya a nadie. Y siento que, sin duda, algo parecido habrán sentido
muchos de los que estaban ayer en la sala.
Saru fue Jorge Sarudiansky, un maestro de la dirección de arte en
cine, en publicidad, en teatro o en diseño. Daba lo mismo en qué. Saru dirigía
la configuración dramática del espacio para el fin que sea. Quizá haya sido el más talentoso escenógrafo de nuestra historia.
Saru fue eso que Borges explicaba acerca de qué cosa significa ser
un artista. Decía que “un artista es alguien que bruscamente ve. Ve algo como
no lo ha visto nadie desde el principio de los tiempos”. Seguramente como solo
esa persona lo ve. Y yo tengo la certeza de que ese artista podría ser potencialmente cualquiera de nosotros porque
nuestras miradas son únicas y porque el mundo todo el tiempo puede sorprendernos
como por primera vez, ya que no es otra cosa que un caudaloso flujo de
acontecimientos para muestra percepción, para nuestras emociones y para nuestro
pensamiento.
Pero sucede que son pocos quienes toman verdaderamente en serio eso
que bruscamente ven como materia prima de su trabajo en este mundo. Saru era
ese artista, por el hecho de haber sido alguien cuya herramienta principal era
su mirada. Para los que consideran que el arte implica un compromiso, Saru fue
la prueba cabal de que el único compromiso ya no de un artista, sino de un ser
humano sensato, es con su mirada del mundo, y ese compromiso siempre es
superior a cualquier moda, a cualquier escuela, a cualquier ideología.
“Saru” es un documental hermoso porque además de traernos a Saru
tan cerca como si estuviéramos tomando otro café ó mirando con él sus
fotografías familiares, escuchando cada lúcida observación de cosas que nos
pasarían inadvertidas, nos muestra sus dibujos, que son bellos, y que
configuran el espacio con unos pocos trazos. Pero lo asombroso de sus dibujos
es que no buscaban un fin estético sino que era el medio mediante el cual Saru
pensaba. Dibujaba con la naturalidad de quien respira. Y lo ejecutaba siempre con una economía de líneas superlativa que
hacía que sus dibujos fueran deslumbrantes de tanta síntesis. Tan impresionantes como la modesta definición sobre tu propio trabajo creativo: "Papel y lápiz. Culo y silla. Nada más":
Guardo entre mis recuerdos algunos de los que hacía para las
presentaciones de sets que las productoras de publicidad solían descartar poco
tiempo después de consumado el rodaje del comercial. Y también guardo unos pocos
garabatos de sus pensamientos ejecutados al pasar en ociosos momentos de espera
o de charla.
Todos aprendimos algo de él solo por haberlo conocido. Hoy
redescubro la enormidad de su talento, de su simpleza y de su ausencia gracias
a este hermoso documental.